Lo diré
cuantas veces hagan falta y aun a riesgo de que por ello se me desee un
doloroso y lento proceso de castración: el mundo ha perdido a un excelente
ensayista y periodista simplemente porque a ese potencial ensayista y
periodista se le ocurrió la nada brillante idea de ponerse a escribir tomaduras
de pelo noveladas, y por ello tuvo la fortuna y a la vez la desgracia de que a
bastante gente le gustaron. Digo que tuvo la fortuna porque gracias a eso se
forró; pero digo que tuvo la desgracia porque con ello se malogró lo que podía
haber sido una brillante carrera ensayística y periodística. A los hechos me
remito (pinchando aquí tenéis un ejemplo más de lo que digo).
Véase la
fecha de hoy: nos encontramos a 20 de marzo de 2015. Es triste tener que
recordar que tal día como hoy, pero de hace 20 años, Tokio se vio azotada por
la barbarie terrorista. Aquel 20 de marzo de 1995, una de esas sectas donde
pululan cerebros agilipollados capaces de lo que no cabe en el seno de ninguna
masa encefálica en condiciones adecuadas de funcionamiento, decidió atacar en
hora punta una serie de convoyes del metro de Tokio, haciendo para ello uso de
unas bolsas que contenían un gas letal llamado sarín. Mediante las puntas
afiladas de unos paraguas, los terroristas reventaron aquellas bolsas dentro de
varios vagones del metro, reventando también con ello la vida, la salud y las
ilusiones de cientos de personas.
A este
libro le veo un montón de méritos que no consigo ver en los trabajos de ficción
de Murakami: primero, la enorme tarea que debió suponer al autor dar con las
víctimas de los atentados, acceder a ellas y obtener su permiso para publicar
sus declaraciones… Poco que ver con el poco rigor documental que normalmente
Murakami se exige de sí mismo en sus novelas, donde básicamente usa recursos
culturales y eruditos al azar y sin motivo aparente: por ejemplo, le apetece
hablar de una novela de Dovstoievski aunque no venga a cuento y lo hace, como
podría hacer lo mismo si lo que le satisface en otro momento de la obra es
comentarnos la calidad de un disco de Beethoven de la Deutsche Grammophon; todo
para que los lectores veamos lo culto y lo “requetelisto” que es. Supongo que
en Underground, por razones obvias, no se pudo permitir tales frivolidades
y prescindió de ellas, para mayor gloria del resultado final. Otro aspecto muy
favorable que se aprecia en Underground es que los comentarios de
Murakami se reducen al mínimo, no resultan manipuladores ni interfieren en la
intervención de los entrevistados; todo lo contrario, están para aclarar
aspectos confusos o complementar cuestiones que no hayan quedado
suficientemente dilucidadas. Digamos que Murakami deja al lector trabajar, le
permite acceder a las declaraciones de las víctimas en el mayor posible de
pureza, sin filtros perturbadores. Por ejemplo, fruto de esa concesión a la
capacidad deductiva del lector, Murakami en ningún momento se para a comentar o
comparar las diferencias de percepción de las víctimas en algunos aspectos
cruciales de aquellos atentados. En ese sentido, me ha llamado poderosamente la
atención las descripciones tan radicalmente diferentes que ofrecen los
entrevistados sobre el olor del gas sarín, que van desde los que lo definen
como “un aroma a sirope de pastelería”, hasta los que lo recuerdan como “olor a
disolvente”, o “dulzón”, o incluso “a animal muerto”… Ya le entra al lector
cierto morbo masoquista y ganas de descubrir el verdadero aroma del sarín
inhalándolo por sí mismo. Humor negro aparte (pido perdón si a alguien no le ha gustado la frase anterior), el corpus de entrevistas te hace
reflexionar sobre lo selectiva que es la memoria, más aún si cabe ante una
situación tan dramáticamente singular como la que tuvieron que vivir y de la
que, con secuelas de distinta índole, sobrevivieron.
Y uno,
que acaba siempre viendo las cosas en clave española por aquello de que es
español, se pregunta si en España hubiera sido posible un libro como Underground;
es decir, si uno de nuestros más prestigiosos intelectuales, de esos que ganan
premios Cervantes y “principesdeasturias”, y cuyos nombres se barajan
cada año en las apuestas sobre ganadores del premio Nobel, se hubiera prestado
a hacer la tamaña labor periodística consistente en dar con todas las víctimas
de ETA (pongamos por caso) o del 11-M (por poner un ejemplo), y conseguir el
suficiente grado de empatía con las mismas para que la mayoría de ellas
accedieran a ser entrevistadas y hablasen con total naturalidad sobre su
tragedia, y que de todo ello surgiera como resultado un trabajo donde
predominara la comprensión profunda de los hechos sobre el lamento estéril, o
la objetividad periodística sobre la demagogia ideológica, o el triunfo de la
esperanza y el futuro sobre la resentida mirada hacia el pasado… Y entonces uno
llega a la conclusión de que trabajos como Underground, de ser escritos en
España, entrarían dentro del género de la ciencia-ficción. Razón de más para,
en esta ocasión, y sin que sirva de precedente, quitarse el sombrero ante
Murakami.